"Tú nunca tendrás los brazos tan largos para frenar mis impulsos
y yo tengo la lengua de la que habla Sabina". (Irene X).
Ilustración de Agnes Cecile |
Soy aquella que camina de puntillas
y a tientas
por la vida.
La que agarra el amor
por donde quema
y no lo suelta
hasta que le arde
el corazón
y se evapora
lentamente.
Me siento como el enamorado
que cuenta con pétalos cuánto le quieren
sabiendo que es alérgico al polen.
O como el fumador que ya fuma por costumbre,
y no por adicción.
Me siento como si fuera una brújula
a la que le han arrancado la aguja,
y ya no sabe cómo encontrar el norte.
Como la bailarina que busca el resorte para seguir bailando
cada vez que una niña abre una caja de música.
Lo cierto, es que parezco un rascacielos
contruída a base de piezas
de un puzzle incompleto
que cuanto más cerca lo miras
menos cimientos tiene.
En realidad, soy un cactus.
Que pincha,
y pica,
y pincha,
y pica,
hasta que hace un amago
y aflora el caos
y entonces,
me convierto
en una flor
que ha sobrevivido
a las cosquillas
de Chernobyl.
Vivo en un purgatorio
al que llaman vida,
contando mis pasos hacia atrás
como tragos a una botella
e impulsos
hacia delante.
Alquilo un paraíso en ruinas,
porque busco un hogar
que resista a desastres naturales
como el que creo
al llorar
cada
noche.
Me comí algo más que la cabeza
y las migas de pan del camino,
así que ando dando tumbos
buscándome
en cada libro,
al que le hago el amor
antes de dormir,
en cada suspiro
en el que escapo
cada vez que la risa me sacude
las pestañas
y me recuerda
que a pesar de todo
cada vez estoy más cerca
de estar más lejos
de mí.
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